martes, 27 de julio de 2010

Revelación

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viernes, 23 de julio de 2010

Conspiración

A la vista de todos. Acechan.
Algo traman. No dicen nada.
Se comunican en un lenguaje críptico. Reservado para algunos.
Sospechan.
Lo miran a uno con sorna. Como si supieran algo que yo no.
Se ríen. Algo así como carcajadas. Pero no son.
Frío o calor. Siempre están. Ahí. Todos juntos.
Parecen felices. ¿Serán?
Preocupan, no. Conspiran, seguro.
Planean el día. Llegará pronto. Para ello trabajan.
Pretenden pasar desapercibidos. Camuflarse.
Lo logran.
Hasta inspiran ternura. A veces.
Cada vez están más cerca. Se organizan.
Surgen otras células. Han sido activadas.
Son disciplinados. Crueles. Implacables. Decididos.
No parecen.
Nos estudian. Son la avanzada. Hacen inteligencia.
Buscan debilidades. Factor sorpresa. Imprevisión.
Logística. Estrategia. Ajustes finales.
Estamos a días. A lo sumo, semanas.
No sabemos donde. Cuándo. Pero sí sabemos qué.
Van a atacar.
La primera ola. Sólo para medirnos. Tantear nuestra reacción.
Nos creeremos victoriosos.
Nos equivocaremos.
Vendrán más y más.
Somos un blanco fácil.
Ahora vienen por nosotros
Siempre estuvieron ahí…





… los sordomudos de la Plaza San Martín.

lunes, 19 de julio de 2010

Santoral


San Idelfonso de Valladolid

Jaime Idelfonso Suárez y Casal, como fue bautizado, nació en una familia humilde de las afueras de Valladolid. Sus años de niñez se sucedieron en el seno de su hogar, junto con su padre Joaquín Mateo y sus hermanas Lucrecia y María Pía. Idelfonso creció un niño enfermizo, mimado y celado al extremo por su madre Dolores quien disputaba encarnizadas peleas con su marido cuando volvía éste de su jornada en los campos, con el rostro febril y los ardores del licor en la voz. Dolores defendía al pequeño Idelfonso de la brutalidad de su padre. La situación familiar era penosa y el hombre de la casa exigía que el alfeñique de 13 años prestara sus brazos esqueléticos a los campos para engordar los magros ingresos del hogar.
Al promediar sus 14 años el pequeño mejoraba de salud pero buscaba ocultarlo. Le rehuía al trabajo manual y lo único excitante de ir a los maizales era ver los cuerpos torneados de los jornaleros, brillantes de sudor al sol.
En la víspera de su cumpleaños 16, Idelfonso, silencioso, se dispuso a cumplir un sueño largamente planeado. Se escabulló de su catre, juntó unas pocas pertenencias y algunos víveres y se fugó. Haría realidad su fantasía, abandonaría la hosca vida rural e iría a la ciudad.
El 22 de noviembre de 1589, Idelfonso llega a Valladolid y queda maravillado con la ciudad que hervía de comerciantes, soldados y tahúres. Sintiose en lo más alto del mundo, con sus pulmones henchidos de orgullo y aventura.
Poco le duró este sentimiento. A los pocos días, Idelfonso pasaba hambre. Se las había arreglado para dormir acurrucado en la puerta de una capilla, y con dificultad se alimentaba de limosnas y de lo que el cura le acercaba. Un día el sacerdote se tornó inflexible. “O te vas por las tuyas, o te corro”. El invierno estaba próximo y amenazaba con ser uno de los más cruentos, era necesario encontrar un techo cálido y acogedor como el pecho de su madre Dolores.
Idelfonso se muda a la entrada posterior de la Real Casa del Teatro y hace buenas migas con Arístides Nepomuceno Iberbia, el anciano cuidador nocturno del teatro, quien luego de mucho insistirle al director, logró que Idelfonso consiguiera un trabajo de tramoyista. No era mucho pero le aseguraba un escueto ingreso y le permitían dormir en los fondos del teatro.
La historia grande de Idelfonso comienza cuando un día, como en tantos otros, se quedó dormido en la trastienda que ocupaba. El director de la obra planeaba un ensayo para la función de esa noche y furioso fue a buscar al joven, ya no para que ocupe su puesto sino para ponerlo de patitas en la calle.
El director entró en el depósito que le servía de habitación al muchacho y lo encuentra dormido, a medio vestir, en su catre.
La mirada del hombre fue desde el plácido rostro angelical de Idelfonso, hacia su torso escuálido, bajando por su vientre deprimido, su ingle aún lampiña…
El impacto fue rotundo.
La perplejidad del rostro del director le permitió solo abrir sus mandíbulas que no pudieron contener una exhalación de asombro.
Pudo ver en los genitales del joven, algo que en su vida había visto. Una visión, una premonición, un mensaje divino. Vio azorado la imagen del teatro que ocupaba ardiendo en llamas, cuerpos chamuscados retorciéndose en la acera y otros aún con vida saltando desde el incendiado segundo piso. Una catástrofe, el grueso de la compañía muerta o quemada más allá del reconocimiento. El hombre gritó con la estridencia propia del horror y huyó de la habitación despavorido, dejando a un Idelfonso despierto pero todavía atontado de sueño.
Los actores de la compañía no entendían el porqué se había cancelado la función de esa noche ni la razón del gesto desencajado del director o sus ademanes nerviosos.
El teatro ardió esa noche.
Al día siguiente el director le explicó lo ocurrido a los actores y a los funcionarios del teatro jurando por su honor que El Señor le había advertido de la tragedia a través del escroto de Idelfonso.
La voz se corrió por la ciudad y los genitales del joven fueron consultados por decenas y luego cientos de personas. Cada uno recibiendo premoniciones que resultaron certeras en todos los casos.
Médicos, brujos y gitanos pidieron examinar los testículos milagrosos del muchacho para probar su falsedad pero no podían si quedar perplejos al ver materializarse ante sus ojos la imagen de un acontecimiento aún por suceder.
Tres años después, lo sucedido llegó a oídos del Vaticano y un emisario fue enviado a fiscalizar la veracidad del oráculo testicular.
Ni bien arribó a Valladolid, su eminencia Vittorio Spaquarcia, preguntó a los lugareños que no dudaron en conducirlo a una humilde casa de la que salía viboreando una larga fila de personas que, como fichas de dominó, se inclinaban en reverencia una a una frente a la marcha del obispo.
Spaquarcia ingresó al recinto y encontró rodeado de flores, velas y ofrendas a un Idelfonso, bastante mas obeso de lo que esperaba, y sentado en una suerte de trono elevado, frente al cual se hallaba instalada una especie de pequeña carpa, de forma similar a un confesionario, con espacio para un consultante. De su interior ve salir llorando a una mujer de rostro consternado de preocupación y persignándose repetidas veces.
Con un ademán el obispo detiene en la fila al siguiente consultante que ya se aprestaba a ingresar y toma su lugar, penetrando en la pequeña tienda.
Un minuto, dos, tres…
Su eminencia Spaquarcia egresó del falso confesionario con los ojos desorbitados y los labios temblorosos: “Dio mio… Questo é opus Dei…!”. Palabras que sellaron definitivamente la suerte del muchacho que en razón de las cualidades adivinatorias de su escroto, años después sería canonizado como San Idelfonso de Valladolid. (…)”


Este relato forma parte de un humilde compendio realizado por vuestro servidor, a lo largo de muchos años, motivado puramente por amor al conocimiento y tesón investigativo, titulado “Los santos ocultos de la Iglesia”.
En dicho volumen se encuentran revelaciones y descubrimientos inéditos concernientes a santos y reliquias milagrosas, a saber:

Santa Agnes de Edimburgo: cuya saliva sanaba heridas y servia para aflojar tapas de frascos.

San Giovanni de Malta: cuyas heces eran cruciformes y buen remedio contra la pediculosis.

San Alphonso de Varsovia: en las uñas de sus pies aparecían tallados pasajes de las Escrituras.

San Wilhelm de Rotterdam: cuya cera de oído tomaba la forma de la Virgen María y era buena para combatir la gingivitis.

Santa Rigoberta de Lisboa: cuyas flatulencias entonaban salmos y curaban la varicela.